martes, 27 de diciembre de 2011

Diez discos para el 2012

2011 Ha sido un año extraño. Musicalmente hablando no estuvo al nivel del pasado 2010, sin embargo, emocionalmente el mejor año de mi vida deja momentos que recordaré para siempre con ayuda de sus canciones y, por ello, difícilmente podré ser objetivo con determinados discos.
Se va con mi particular sensación de dejar asignaturas pendientes, álbumes que no disfrutaremos hasta después del 31 de diciembre (los caprichos de una industria que agoniza), cuyos adelantos nos hacen salivar a la espera del plato principal: Leonard Cohen (“Show me the place”), Mazzy Star (“Common burn”), Chuck Prophet (“Castro halloween”) o Lambchop (“Mr. M”), son cuatro buenos ejemplos, como en mi vida, la sensación es de que lo mejor de la cosecha del casi difunto 2011 se recogerá en tiempo de su sucesor.

Son fechas de listas, me gusta husmear en las de los tipos con buen gusto (dense una vuelta por la de Jesús o la de Joserra), me enfado con las de las revistas (ignoran discos y artistas maravillosos y sabe Dios qué razones les mueven para colocar a unos en el 49 y otros en el 17), no le presto mucha atención a las que inundan la red (tal vez para enterarme de la publicación de algún álbum que se me escapó) y, bueno, yo también tengo la mía (pero no la voy a compartir con nadie porque cambia cada quince minutos). Me voy a limitar a recomendar diez de esos discos, sólo diez de los cientos que pasaron por mis oídos, diez de los que se quedaron conmigo. No le hagan ningún caso al orden, no hay ninguna razón para colocar uno delante del otro.


BRAZZAVILLE - JETLAG POETRY
El disco que más ha girado este año en mi reproductor. Me temo que David Brown nunca va a ser valorado como se mereciera, difícilmente sus canciones traspasarán las fronteras de los buscadores de tesoros.
Podríamos enterrarlo y, descubierto treinta años después, sonaría igual de bello y actual.
¿Hablamos de clase?



JOE HENRY - REVERIE
Pues hablando de clase, por asociación de ideas, a años luz del resto, en la dimensión de lo sublime e inclasificable. Para hablar de su música nunca encontraría las palabras adecuadas, colocarlo en una lista sería injusto, inalcanzable, para los demás.
El mejor productor del mundo, y uno de los mejores interpretes que haya visto encima de un escenario, ha publicado el álbum que yo colocaría justo en medio de la puta obra maestra que es “Civilians” (2007) y el sólo apto para paladares exquisitos “Blood from the stars” (2009).



A QUIET MAN - SADNESS TOLERANT SONGS
No muy lejos del universo de Brazzaville, Fabio Vega, aunque no lo parezca (y esto trata de ser un cumplido) es uno de los nuestros. Canta en inglés el fruto de asimilar un montón de influencias que toma para sí, siendo el resultado de una calidad imposible de encontrar en este país (al menos este año yo no conozco ningún otro caso) y no muy abundante fuera de sus fronteras.
En cierta forma me recuerda a Santi Campos (ahora al frente de Amigos Imaginarios) y la historia de siempre: no van a aparecer en ninguna lista “cool” con los mejores álbumes del año y, a duras penas, venderán la décima parte de discos que los modernillos gafa-pasta caídos en gracia con letras que no tienen ninguna. No importa, en sus propias palabras, han aceptado que el exito les de la espalda, compondrán un millón de canciones cojonudas, estarán cien veces a punto de arrojar la toalla, presumiré orgulloso de que sean mi secreto y seguiré gritándolo aunque nadie me escuche.



DOLOREAN - THE UNFAZED
Jugó con la desventaja de ser uno de los primeros en llegar a mis oídos comenzado el presente curso (ya se sabe que nuestra memoria es una zorra que, más aún en los tiempos que corren, le presta mucha más atención a lo recientemente descubierto), pero con la fortuna de caer en mis manos en el momento oportuno, tal y como me sucediera con... Volver a escuchar “The Unfazed” me ha recordado que estoy enamorado.
Lo siento, yo antes no era así.



MILES KANE - COLOUR OF THE TRAP
Una sorpresa, un golpe de brit pop. La reencarnación de Marc Bolan metido en el traje de Paul Weller.
El debut de un joven, que no de un recién llegado (The Rascals, Last Shadow Puppets) con muy buenos amigos y mucho mejores canciones. Alguno que yo me sé (y que se le ha arrimado para salir en la foto) mataría por haber firmado una sola de ellas.




VETIVER - THE ERRANT CHARM
Vinieron a Bilbao (sí, escribo desde Santoña, pero la capital vizcaína siempre ha sido mi referencia a la hora de asistir a mil y un conciertos) como teloneros de Fleet Foxes. De haberme sido posible, yo hubiera asistido invirtiendo el orden del cartel.
Están muy lejos de los tiempos en que se les apuntó al movimiento liderado por Devendra Banhart (¿anti-folk?). Han publicado su mejor disco, abrazan al pop y versionan a los Go-Betweens, en el tiempo libre producen discos tan maravillosos como el de Sarah Lee Guthrie & Johnny Irion, pero, según me contaron, los enteradillos que no ven más allá de lo que les dicen que tienen que ver (lease Fleet Foxes) les ignoraron en su actuación bilbaína. Ellos se lo pierden, al menos, hasta que una voz superior les diga que Vetiver “molan”. Yo me pregunto por qué.



DESTROYER - KAPUTT
Un disco especial para los que rondamos (o hace poco superamos) las cuatro décadas de existencia, aquellos a los que los ochentas nos pillaron con las hormonas amplificando y distorsionando las emociones y los recuerdos. Las canciones que todavía ponen banda sonora a esa parte de nuestras vidas parecen ser también las inspiradoras de Kaputt.
Píldoras para la memoria con efectos secundarios en los melancólicos crónicos. Una puta delicia.



RYAN ADAMS - ASHES & FIRE
Los artistas, como dueños de su talento, hacen lo que quieren cuando quieren (aquí el dinero juega un papel decisivo). La “coneja” de Ryan (Joserra dixit) lo ha ido regalando (el talento y me temo que también el dinero), puede que desperdiciando, publicando cientos de canciones imposibles de asimilar incluidas en álbumes y proyectos varios de los que muchas veces se hace necesario separar el grano de la paja. Ha dado reiteradamente por el culo a quienes esperaban y desesperaban por otro “Heartbreaker” u otro “Gold”, y, no sé si cansado de nadar contracorriente, ha pisado el freno reuniendo su mejor colección de canciones desde hace diez años. El genio sigue intacto y su voz, al parecer el motivo del obligado descanso, una de las más sinceras y desarmantes de entre los vivos.



THE JAYHAWKS - MOKINGBIRD TIME
¿De verdad a alguien le importa si Mark y Gary se llevan bien o se han rejuntado por la pasta? Su anterior trabajo, el que no se atrevieron a firmar con el nombre de la banda, no terminó de convencer a casi nadie, sobre todo a los que disfrutamos de las entregas en solitario de los dos egos principales de The Jayhawks, y quizá ahí radique la diferencia con la maravilla que han parido en el presente, en que Marc Pearlman, Tim O’Regan y Karen Grotberg, tienen su peso específico y son el elemento necesario para llevar las canciones más allá de lo simplemente correcto, cinco tipos tirando del carro (y de las voces) y dos compositores creando magia imperecedera.
Que se jodan los que esperaban otro “Tomorrow the green grass”, todos hemos crecido desde entonces, algunos madurado, y no se dan cuenta de que aquel disco, compuesto y publicado en el 2011 no hubiera sonado muy diferente a “Mokingbird time”, pero cada uno siendo dueño de sus canciones y de su tiempo.


BON IVER - BON IVER
No tengo razones.










jueves, 1 de diciembre de 2011

Rickie Lee Jones - Bilbao, 29 de noviembre de 2011.
Sala BBK


La vida te da sorpresas, la del martes fue escuchar casi íntegramente los dos primeros álbumes de Rickie Lee Jones. Publicados hace más de treinta años, han quedado grabados en la memoria colectiva del rock y siempre serán citados en primer lugar a la hora de referirse a la cantante norteamericana. "Rickie Lee Jones" y "Pirates" fueron vestidos de nuevo, maquillados y arreglados para sacarles a pasear con una banda de lujo, ocho músicos sobre el escenario, con sección de vientos incluida, para despedir mi año de conciertos (salvo sorpresa) y también el suyo (nos confesó que sería su última noche juntos). Quizá por ello fue una actuación especial, pero sobre todo porque encima del escenario había una ARTISTA, una diva, que me incitó a regalar todos los discos que poseo de esas chicas emergentes en el mundo del jazz y del rock (no citaré nombres), que venden miles, millones en algunos casos, pero no le llegan a la suela de los zapatos. Ella está a la altura de Laura Nyro, Nina Simone y Joni Mitchell, en lo más alto y en lo más profundo.

Las entradas estaban agotadas desde hace tiempo (el aforo de la sala no llega a 600 personas, muchas de las cuales no tenían muy claro lo que iban a ver, las cosas de comprar el abono), la edad de los asistentes era... salvando a las dos chicas, que tampoco eran unas niñas, de mi derecha, no exagero si les digo que me veía como el más joven en el patio de butacas, un público maduro y respetuoso entre los que, a buen seguro, no había muchos de los que se dejan la piel por una entrada de Tom Waits (vaya, no era mi intención citar amores lejanos) o por disfrutar de la clase de Van Morrison, y sin quererlo nos encontramos con los dos, con el genio del irlandés y con las maneras del de Pomona, al menos las que se gastaba en aquellos primeros discos, hasta que cayó en la cuenta de que no era su piano, sino él, el que había bebido demasiado.

Decía que la vida da sorpresas y eso fue lo que nos ocurrió a todos los que nos esperábamos un repertorio basado en sus últimos trabajos y una banda más ortodoxa para el formato rock o pop, tal y como hiciera hace dos años, pero no, esta vez se trajo Nueva Orleans a Bilbao, a la ciudad que la vio pasear por un pequeño parque y disfrutar de la caída de las hojas en una tarde de otoño (nos lo contó) y tomar un poquito de vino que le hizo sentirse embriagada durante el show, desinhibida, como en casa, descalzándose incluso cuando los zapatos le recordaron que eran nuevos, tumbándose en el asiento del piano para estirarse, interpretando las canciones como la primera vez y logrando que todo resultara natural, hasta decirle al técnico de sonido que bajara el volumen del piano parecía formar parte de la letra de la canción.

Se hizo de rogar, un cuarto de hora después de que se apagaran las luces del teatro empezábamos a impacientarnos y... un chasquido de dedos, apartada un metro del micro comenzó a cantar, casi a capela, piano, bajo y voz, su voz... el sonido perfecto, el lugar perfecto para una garganta perfecta en la que la vida y los excesos no han dejado la huella que cabría suponer. El escalofrío inicial todavía se paseaba por mi espalda cuando vimos entrar a la sección de viento (trombón, trompeta y saxofón, o travesera para las ocasiones en que sólo un foco se centra en el piano), más guitarra y batería. Sonaron cabareteros, callejeros, urbanos, desenfadados y siempre a su merced, la temen, la respetan y la quieren. Ella también se sentía querida y especial, respiraba “love vibrations” y las compartió con su banda y con todos nosotros. No sé si era consciente de que dejó una deuda pendiente hace dos años, la pagó, no con dos canciones, sino con dos discos y la sensación, esa que tan pocas veces se tiene hoy en día, de estar viviendo algo irrepetible. Se mostró tal y como es, imposible de clasificar, dándole la vuelta al rock, al soul, al rythm and blues, al jazz y al pop para hacerlos suyos y quizá por ello, por ser tan auténtica, nunca nadie se acuerda de citarla como influencia.
Dos horas después y sin cumplir con el protocolo de los bises, nos dijo adiós. Nosotros nos acordaremos siempre.

Ya fuera de la sala, Joserra se acordó del sonido de "The Wild, the Innocent, and the E Street Shuffle", y de las cuidadas producciones de Steely Dann, de los setentas... todos caímos en la cuenta de que se había olvidado de su maravilloso último trabajo y a ninguno nos importó, acabábamos de presenciar el mejor concierto de 2011.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cowboy Junkies – San Sebastián 10 de Noviembre de 2011


Enseguida encontré mi asiento: fila 10, nº 14. La sala de cámara del Kursaal es perfecta para este tipo de actuaciones, por la acústica y por la cercanía del público, en el pequeño de los cubos del edificio se logra casi el ambiente propio de los teatros. No era mi primera vez, Nick Lowe, también en noviembre, me lo descubrió, seguro que muchos de los presentes, cuya media superaba los cuarenta sin dificultad, estuvimos tres años atrás en el mismo lugar. Las entradas están agotadas, pero como ocurre siempre que las localidades son numeradas, hasta la última llamada (esos timbrazos que anuncian el comienzo) no se aprecia el lleno absoluto.
Apenas faltan diez minutos para las ocho de la tarde y la música que nos saluda es la de otro canadiense, la del mejor disco del año, Bon Iver. Los conciertos especiales, en ocasiones, están rodeados de circunstancias especiales. Dos horas antes había emprendido viaje a San Sebastián, en dirección a levante, la luna me pareció guiar durante todo el camino, emergiendo del mar, grande y rojiza primero, mucho más alta, pequeña, llena y blanca, luminosa, me daba la bienvenida cuando aparqué mi coche a escasos cincuenta metros del Kursaal, ¿otra señal?, la suerte también estaba de mi parte. Un buen vino era todo lo que mis tripas necesitaban para la ocasión y una llamada telefónica todo lo que estaba en mi mano para compartir un momento especial, hacía veintitrés años que nos tropezamos por casualidad pero nunca antes nos habíamos mirado cara a cara. Desconozco la edad de Margo, nunca me molesté en averiguarlo, el tiempo se ha detenido en ella, en su aspecto, en su voz, y en sus canciones.

Como si fuera el más amenazante de los instrumentos, una mampara de cristal protege a la cantante de la batería de su hermano Peter, un ramo de rosas rojas en el centro del escenario señala, sin duda, el lugar que ocupará ella. Michael tocará sentado las más de diez guitarras acústicas y eléctricas que permanecen alineadas y recién afinadas esperando su turno. Se apagan las luces. En la foto son siempre cuatro los miembros de la banda, los tres hermanos más el bajo de Alan Anton, pero el sonido de Cowboy Junkies le debe tanto a Jeff Bird como a ellos mismos, son más de veinte años juntos grabando discos y recorriendo mil carreteras, su harmónica es la de "The Trinity Session", su mandolina también, en directo te preguntas cómo lo hace, esa mandolina eléctrica suena a mil cosas, como guitarra solista, como slide, distorsionada y, a veces, incluso como una mandolina de verdad.
“Sing in my meadow” es la carta de presentación del quinteto, un blues que les sale de las entrañas, la canción que da título a su última entrega discográfica y su manera de decirnos que se sienten vivos, no van a hacer concesiones, tienen nuevo disco bajo el brazo y nos lo quieren presentar. Cuentan en las entrevistas que tras quedarse sin contrato discográfico (una banda de su calidad en activo desde 1985), en lugar de emprender cien aventuras paralelas decidieron plasmar todas sus inquietudes en cuatro álbumes que publicarían en 18 meses: el primero, "Remin Park", fruto de la experiencia de Michael en China a donde acudió para adoptar a sus dos hijas; el segundo, "Demons", como homenaje a su amigo Vic Chesnutt (nos confesaría Margo que era su favorito de la serie); el tercero, "Sing in my meadow", el más eléctrico e intenso de su carrera; y un cuarto aún por publicar. La serie completa, denominada "The Nomad Series", fue la protagonista de los seis o siete primeros temas del concierto. Hubiera sido más fácil conquistar a la audiencia (que todo hay que decirlo, ya estábamos entregados de antemano), tocando sus álbumes más populares. “...No os preocupeis...”, nos tranquilizo una muy comunicativa Margo Timmins, “...luego tocaremos Sweet Jane”, y lo hicieron, lo prometieron y lo hicieron en el modo en que Lou Reed hizo mutar la canción con la intro del "Rock 'n Roll Animal". En directo son varios los momentos en que se transforman en una jam band cargados de blues y electricidad, fueron sólo momentos, el folk, el country y el rock más melancólico y reposado son el terreno en el que se muestran tal y como son en realidad, sobre todo cuando se desnudan, guitarra, harmónica y voz, para interpretar “To love is to bury” o cuando “Misguided angel” rivaliza con “Remin park”, pudiendo cualquiera de ellas haber formado parte tanto del clásico "The Trinity Session" como de su penúltimo álbum. La sesión grabada en la iglesia de la santísima trinidad de Toronto en 1988 es el más representado de entre todos sus trabajos, era lo esperado, se adelantaron a su tiempo, sus canciones suenan tan actuales como entonces y son las que más aplausos y emoción provocan entre el público. Y lo que nunca puede faltar en un concierto de los canadienses: las versiones, aunque en sus manos ninguna de las composiciones que toman prestadas parezcan ajenas a la banda, hicieron suyos cada nota y cada verso, de Lou Reed, de Vic Chesnutt (“...el mejor compositor norteamericano de canciones tristes...”, “¿os gustan las canciones tristes?...”) o de Neil Young, quien acaparó la despedida con “Don’t Let It Bring You Down”,primero, y “Powderfinger” para el definitivo adiós.

Fueron más de dos horas con el setlist más largo de entre sus recientes conciertos, es posible que sorprendidos por el respeto y la entrega del público de una pequeña ciudad al norte de España que acababan de descubrir. Margo habló mucho, bromeó, contó anécdotas, explicó el por qué de algunas canciones, su admiración por Vic Chesnutt, su paseo por la ciudad (en busca de un bar en la cima del Urgull) y nos recordó que no podrían estar frente a nosotros de no ser porque graban canciones y venden discos, fue sólo una excusa para hablarnos de su web (donde podríamos encontrar más de doscientas canciones no publicadas) y citarnos después del concierto para adquirir una copia firmada de sus últimos cds (“…un buen regalo de navidad para vuestras madres”). Mi regalo fue escuchar “To love is to bury” casi en la intimidad. Mereció la pena recorrer los 180 kilómetros que nos separaban veintitrés años después.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Cowboy Junkies, 23 años después

La música, sin yo saberlo, peor aún: sin yo aceptarlo, ha llenado huecos en mi vida que deberían haber ocupado las personas. Que te abracen era una necesidad olvidada, pero me engañaba y, en cierta forma, había logrado llenar ese vacío. Hay unos cuantos discos que lo consiguieron, todavía los necesito de vez en cuando.

Hubo un tiempo en que me pasaba las horas escuchando la radio, entonces creía que lo que hacía era dibujar, hasta que caí en la cuenta de que me importaba más la música que salía del radiocasete que el proyecto que pudiera tener encima de la mesa. Y en esas estaba, rondando los 19 años, cuando escuché “Sweet Jane” (original de la Velvet Underground y que yo conocía por el "Rock’n’Roll Animal" de Lou Reed) interpretada por los Cowboy Junkies. El nombre de la banda me llamó la atención, la canción, la versión de una canción ya conocida, me había conmovido... y yo con esa edad no estaba para ponerme tierno. Margo, en lugar de cantar, acaricia las canciones, el grupo al completo trata cada pieza con extrema delicadeza, adueñándose absolutamente de cada una de ellas de forma que “I’m So Lonesome I Could Cry” (Hank Williams) o la referida “Sweet Jane” (Lou Reed) parecen tan suyas como “Misguided Angel” o “200 More Miles”. Pero eso es algo que descubriría días después, hasta entonces una sola canción era la que había recorrido cada centímetro de mi piel, la que me había embaucado para salir a la calle y buscar ese disco, descubrirlo y disfrutarlo al completo.
Tras un montón de vinilos en el cajón de la letra C, tras una desenfocada foto en blanco, negro y sepia, se escondía una colección, quizás debería decir una sesión, grabada el 27 de noviembre en una Iglesia, de canciones tradicionales, versiones escogidas y temas propios inmersos en una atmósfera muy especial: la registrada por un sólo microfono en el centro de The Church of The Holy Trinity (Toronto), más allá de los sonidos, el espacio, la humedad de la piedra y la quietud del lugar.

Recurro a él muy de vez en cuando y procuro separar las escuchas en el tiempo, como quien conociera de los efectos letales de esa droga que no puede evitar tomar. Hoy ha sido una de esas veces, tocar el vinilo ya casi consigue el efecto buscado, sacarlo de la funda, colocarlo en el plato, dejar caer la aguja y sentirte como un Yonki (haciendo honor al nombre de la banda). Hoy necesitaba esa caricia que desde hace casi veinticinco años me produce el mismo placer. No siempre tienes contigo a quien te abrace.

Veintitrés años más tarde he comprado una entrada para ver a los hermanos Timmins en San Sebastián.

martes, 8 de noviembre de 2011

Edwyn Collins – Losing sleep


Hay cosas que no se aprenden, les son innatas a determinadas personas, y el trabajo y la experiencia son la mejor manera de poderlas desarrollar. El genio, como don distintivo de quienes denominamos ARTISTAS con respecto a los que simplemente se pueden calificar de músicos (como si no tuviera mérito saber tocar bien una guitarra), es una de esas cosas a las que me refería y Edwyn Collins un buen ejemplo que lo demuestra.

Con él, como ya he contado con Elliott y tantos otros, el azar tuvo papel protagonista en la película de su descubrimiento, sus últimos discos fueron los primeros, Orange Juice el nudo de la historia y sus primeros pasos en solitario el feliz desenlace: "Hope and Despair", mi sorprendente regalo de cumpleaños sin que quien tuvo el detalle supiera de mi fecha de nacimiento, un precioso vinilo, el debut en nombre propio de Edwyn Collins, compartiendo el último aliento de los 80s con Prefab Sprout, LLoyd Cole, Martin Stephenson, Aztec Camera, o los Shack que surgieron de las cenizas de Pale Fountains. Ahora mismo tengo su funda entre mis manos y me pregunto por qué Jesús (Against the cierzo) pensaría en mí como su dueño, mientras la aguja me responde qué más da, quizá nuevamente haya sido obra de un destino caprichoso.
No me atrevo, todavía, a hablar de él, la forma en que ha llegado a mí me impediría ser objetivo. Eso sí, tenemos una cerveza pendiente. Sin embargo me sirve de coartada para presentar, aunque con cierto retraso, a este ARTISTA cuyo último trabajo es en realidad el primero (curiosamente para mí su primer trabajo ha sido el último en llegar a mi discoteca).

Una hemorragia cerebral lo tuvo al borde del abismo, era el año 2005, acababa de grabar un disco, "Home Again", que no se publicó hasta dos años más tarde. Los médicos aseguraron que sería el último. Graves secuelas físicas y daños cerebrales lo dejaron sin habla y afectaron a su memoria.
Cualquier artículo referente al escocés inevitablemente hará alusión al golpe sufrido. Su dura rehabilitación y la recuperación, no ya sólo del músico, del artista, sino también de la persona, servirá para llenar líneas que posiblemente restarán protagonismo a lo que nos ocupa de verdad: la música, la de un disco con doce canciones, el séptimo de su carrera en solitario, que suena diferente después de conocida la historia que hay detrás y, por ello, distinto a cualquiera de los anteriores, tan fresco como el debut de Orange Juice, tan maduro como el primero de quien a los cincuenta y un años ha tenido que aprender a tocar la guitarra de nuevo, el álbum de quien se olvidó de hablar y ha vuelto a cantar y a componer.
Sus amigos, muchos de ellos alumnos y rendidos admiradores, han querido echarle una mano, allanar el camino a quién un buen día se lo descubrió. Él junto con otros de su generación, inventaron lo que hoy se conoce como “indie”, música POP hecha con la elegancia de los que supieron hace casi treinta años apoderarse del alma de la música negra y del nervio del punk.
La lista es larga: Johnny Marr (The Smiths) comparte créditos en “Come tomorrow”, Alñex Kapranos (Franz Ferdinand) en “Do it again” y Roddy Frame (Aztec Camera) en “All my days”; y junto a ellos, miembros de The Drums, The Magic Numbers o The Cribs, alguno de los cuales todavía no había nacido cuando nuestro protagonista ya era una estrella del rock.

Un debut prometedor. La voz de Edwyn, guitarras acústicas, rítmicas deliciosas... y unos ritmos sencillos, pero tan difíciles de construir, consiguen que la canción no te abandone, ¿música simple? Un tratado de pop atemporal. El genio permaneció intacto.


GRACIAS JESÚS!

domingo, 6 de noviembre de 2011

The Strange Boys - Live Music

Todos tenemos un puntito de locura que nos permite mantener la cordura. La proporción, como se pueden imaginar, varía de unas personas a otras, pero es tan necesaria como las hormonas femeninas que tenemos los hombres y que posiblemente evitan que nos demos de hostias los unos con los otros (apliquemos masculinas a las mujeres y donde digo hostias, pues...).
The Strange Boys ponen en mi discoteca la dosis de locura que un tipo serio como yo necesita. Con motivo de su anterior trabajo (no estoy seguro de que haya pasado un año desde entonces), “descacharrada” fue el adjetivo utilizado para describir su música, el espíritu del punk (al menos así entiendo yo que debería sonar en el siglo XXI) y la New Wave (“Punk's Pajamas” la podrían haber firmado los Brinsley Schwarz de Nick Lowe) dentro del cuerpo de una banda de garage, de jóvenes descarados a los que abrazas sin razón u odias sin piedad. La voz de Ryan Sambol, aguda y nasal, tiene ese poder, o ese inconveniente, irritante y adictiva por igual.

Aunque difícil de creer, hubo un tiempo en que Tom Waits era joven, tocaba el piano en un cabaret donde actuaban los Rolling Stones más negros de principios de los 70 y en muchas de sus canciones era Bob Dylan quien soplaba la armónica y cantaba borracho como una cuba. No me hagan mucho caso, son sólo nombres que bailan en mi cabeza conforme gira un disco, en realidad, deudor del debut de Violent Femmes y heredero directo del atrevimiento y la naturalidad de Jonathan Richman cuando todavía su nombre no figuraba separado de los Modern Lovers, de las primeras genialidades de The Feelies o de unos Soft Boys que estuvieran influidos, conforme a los tiempos, por el sonido “americana” a golpe de piano y slide guitar.

El tercer álbum de “Los chicos extraños” es su trabajo mejor producido (o quizá el primero que realmente lo está), han madurado, como si hubieran puesto orden en la cacharrería, se atreven con tiernos medios tiempos, “Over the river and through the woulds” (...Love is becoming true in you...), bocetos de canción en los que se desnudan instrumental y emocionalmente, “You and Me”, abrazan el pop con descaro sonando más accesibles que nunca, se atreven con el blues, “Omnia Boa”, se atreven con todo, sin perder un ápice de encanto, siguen sonando psicodélicos y... locos y... maduros. ¿Originales? Todo lo contrario, y por ello, auténticos.
"Live Music" no es un álbum en directo, sino un álbum vivo. Bendita locura.

lunes, 31 de octubre de 2011

The Waterboys – Red Army Blues

La primera canción que escuché de The Waterboys siendo consciente de quienes eran sus responsables fue “Fisherman’s blues”. Antes, como le sucediera a casi todo hijo de vecino de mi generación (salvando a los más espabilados), “The whole of the moon” sonó mil veces en la radio de cientos de lugares sin saber, ni importarnos, que los “chicos del agua” estaban detrás de ella. Aún éramos unos niños.
Así fue como en 1988, desde la verde Irlanda de Bono y los suyos, haciendo el viaje en sentido contrario a unos U2 que se estaban comiendo el mundo, se nos presentaron como una banda de folk rock, la idea que ha quedado en el subconsciente colectivo que inmediatamente relaciona The Waterboys con la música irlandesa.
Comencé a buscar sus anteriores trabajos, como siempre, dando palos de ciego. Una oferta del Discoplay, ¿se acuerdan? (sólo se acordarán los que ya no son unos niños), me trajo los dos primeros: "The Waterboys" y "A Pagan Place". Recuerdo recoger el pedido en la oficina de correos del pueblo desde donde escribo y hacer tiempo, y calmar la sed, en un bar camino de casa cuyo dueño tenía buen gusto musical y un giradiscos con el que lo compartía. Al ver el tesoro que guardaba bajo mi brazo, me preguntó si tendría inconveniente… ―“¿The Waterboys?”.
Lo que empezó a sonar por los altavoces era muy diferente de la versión que tanto él como yo conocíamos de la banda de Mike Scott. Había algo en común en el sonido, en la “grandeza”, de algunos temas de su última entrega como “World party” o “Sweet thing” (el mejor tributo hecho nunca a Van Morrison) que ya se adivinaba en estos primeros discos, pero… ¿de verdad eran los mismos Waterboys que desde los prados de Galway se dieron un festín de folk irlandés, de country, de soul y de rock para parir la obra maestra a través de la cual los habíamos descubierto?
La aguja recorría los surcos de “December” y me descubría la BIG MUSIC, aunque, por supuesto, a mis diecisiete añitos, el tema que más inmediatamente me llegó fue el que sonaba tras dar la vuelta al vinilo: “I will not follow”, ¿la respuesta al “I will follow” de U2? En conjunto no era un disco fácil para un adolescente pero tenía algo, una química especial (me ocurre lo mismo con las personas), que me inducía una y otra vez a pinchar “A girl called Johnny” (antes de saber que Patti Smith era su protagonista) y quedarme literalmente exhausto tras el final de “Savage earth heart”.
La segunda cerveza corrió de cuenta de la casa, el segundo disco de la mía, "A Pagan Place" parecía su hermano mellizo, diferentes pero gestados en el mismo acto, aunque vieran la luz con muchos meses de diferencia siempre me los imagino juntos, así los compré y los escuché por primera vez, sólo que éste es, si cabe, más dramático, más intenso, más atractivo, y tiene dos canciones que sonaron un millón de veces en mi cabeza: “A church not made with hands” y, sobre todas, “Red army blues”, con la que la mayor parte de las noches de entonces me despedía del día. La historia es posible que sea ficción, a mí me gusta creer que, tal como me la contaron, está basada en los hechos relatados en una carta remitida al propio Mike Scott por un veterano soviético de la ocupación de Berlín en la II Guerra Mundial. No importa, aún sin nombre ni apellidos concretos, sucedió realmente. El teatro Arriaga envuelto en rojo, Mike interpretando, sintiéndose el protagonista de la misma, la canción que escuché casi cada noche sintiéndome yo el protagonista de la misma. Escribo ésto y me imagino leyéndolo, me veo pueril, pero así era hace veinticinco años, un periodo de la vida en el que las cosas se viven más intensamente. De vez en cuando ese periodo vuelve a nosotros y el martes 23 de octubre de 2007 me emocioné, nadie a mi alrededor lo sabía, era mi canción la que llenaba el teatro, el momento cumbre de una noche que las ocho personas que teníamos tomada la parte central de la segunda fila recordaremos como uno de los mejores conciertos de nuestras vidas, porque en ese momento lo sentíamos como el mejor.

Dos años más tarde repetiríamos (sólo dos de los ocho), de nuevo en Bilbao, esta vez al aire libre, con motivo de la semana grande de la ciudad. Fue muy diferente, menos intenso, menos… espiritual, a pesar de sacarme la espina de un par de deudas pendientes: “Don’t bang the drum” o “Savage earth heart”, hubo algo aquella primera vez que, quienes coincidimos en el teatro sabemos a lo que me refiero, es difícil de describir. La acústica del Arriaga, la luz, la comunicación, la comunión entre la banda y el público, lo a gusto que se veía a Mike en un lugar privilegiado… una suma de elementos que determinó una atmósfera especial, irrepetible. ¿El idealizado recuerdo? Tal vez.
Venían presentando el excelente "Book of Lightning", me atrevería a decir que su mejor álbum desde "Fisherman’s Blues". El concierto se abre con “The man with the wind in his heels”, la guitarra de Mike Scott y el violín de Steve Wickham (¿recuerdan la historia?), las dos únicas caras que se repiten de la foto de Galway, el tiempo parece haberles tratado mucho mejor que a la mayoría de los presentes, la canción es preciosa y, aunque desconocida por su juventud (pertenece a su último trabajo), es la perfecta introducción. Ya con el resto de la banda sobre el escenario, los miembros del ejército australiano – escocés – inglés -irlandés (así vistos por su líder en el sueño en el que interpretan “Raggle taggle gypsy”) hacen un recorrido por toda su discografía, en un principio predominando los temas de su más reciente publicación intercalados sabiamente con nuevos clásicos como “Peace of Iona” e himnos por todos reconocidos como “Glastombury song”. Nadie se acuerda de las “viejas” canciones hasta que un foco ilumina el piano situado justo a la derecha de la batería, las primeras notas de “Old England” nos arrancan un escalofrío a todos los que tenemos "This is The Sea" en la estantería de las putas obras maestras. Un técnico se afana, a los pies de Mike Scott, por arreglar un problema que ninguno hemos podido apreciar. Son momentos que se quedan grabados y que al recordarse se reviven con todos los sentidos, las notas al piano suenan mucho más altas cada vez, el olor de las butacas se percibe más claramente que entonces, la humedad, la luz, el silencio… el silencio… Algo tan sencillo como una canción, apenas dos minutos en el original, la razón de que yo esté ahora escribiendo, de que no tenga estanterías suficientes para almacenar una vida llena de esos dos y pico minutos. Siempre fue muy difícil de entender para quienes me rodeaban.
“Sweet thing” nos enseña que antes de "This is The Sea" hubo un "Astral Weeks". El león de Belfast estuvo presente, pero no menos que Patti Smith, Bruce Springsteen o Bob Dylan. Mike Scott se ha adueñado de parte de cada uno de ellos canalizándolo a través de sus canciones y de su directo. “The pan within” nunca puede faltar, una excursión bajo la piel de quien haya sentido alguna vez, como no puede faltar “The whole of the moon”, reinterpretada en cada gira, o “Medicine bow”, convertida en un duelo de máscaras entre Richard Naiff y Steve Wickham (órgano contra violín) antes del descanso.
Los deseos a veces se hacen realidad: “You in the sky”, la canción favorita de quien me acompañaba pero cuya letra seguro que sentía como suya quien se sentaba junto a él. Ella estaba entonces a su lado, ahora está con él, esas nubes imaginarias ya no se interponen entre ambos. Y un final: “Fisherman’s blues”, el concierto terminó tal y como comenzó esta historia.


When I left my home and my family
my mother said to me
"Son, kill all the nazis that you can
Go set your people free"
So I packed my bags and I brushed my cap
and I walked out into the world
Seventeen years old,
never kissed a girl

We took the train to Voronezh
that was as far as it would go
I exchanged my clothes for a uniform,
bit my lip against the snow
I prayed for Mother Russia
in the summer of '43
and as we drove the nazis back
I really believed God was listening to me

Then we howled into Berlin,
tore the smoking buildings down,
raised the Red Flag high,
burnt the Reichstag brown
I saw my first American
he looked a lot like me
He had the same kind of farmer's face,
said he came from some place called Hazard, Tennessee

When the war was over
my discharge papers came
Me and sixty thousand others
went to Stettiner for the train
"Kiev!" said the Commissar
"from there your own way home"
But I never got to Kiev
We never came back home
The train went north to the taiga
We were stripped and marched in file
up the Great Siberian road
for miles and miles and miles and miles
Dressed in stripes and tatters
in a Gulag left to die
all because Comrade Stalin was afraid
that we'd become too westernized !

I used to love my country
I used to feel so young
I used to believe my life
was the best song ever sung
I would better died for my country
back in 1945
but now only one things remains, but now only one things remains
but now only one things remains, but now only one things remains
the brute will to survive

“Red Army Blues” apareció publicada por primera vez como cara B del Maxi-single de 12’’ “December”, canción ésta extraída de su debut "The Waterboys".
“Parte de "A Pagan Place" procede de unas sesiones grabadas en noviembre de 1982 en los estudios Redshop en el norte de la ciudad de Londres. Otras canciones registradas entonces fueron publicadas en "The Waterboys" y mucho tiempo después en "The Secret Life Of The Waterboys" y en su conjunto podrían constituir un álbum por sí mismas. "All The Things She Gave Me", "Red Army Blues", "Some Of My Best Friends Are Trains", "The Thrill Is Gone", "I Will Not Follow", y otras muchas, son algunas de estas canciones. Los músicos que participaron fueron: Anthony Thistlethwaite (saxofón y mandolín), Kevin Wilkinson (batería), Tim Blanthorn (violín y coros), Ingrid Schroeder (coros), de cuya voz me enamoré cuando la escuché en una demo en la oficina de Ensign Records. Yo me encargué de todas las guitarras, piano y teclados, además de compartir el bajo con Nick Linden de la banda Terraplane. Por entonces no existian The Waterboys como banda, para los ojos de Ensign Records Mike Scott era todavía un artista que iniciaba su carrera como solista.” Mike Scott. [www.thewaterboysband.com]

Después de cuatro años, la poesía de William B. Yeats habla en las canciones del nuevo álbum de The Waterboys. Los versos de “Stolen Child” ("Fisherman’s Blues") le pertenecían, ahora es un álbum entero, "An Appointment With Mr. Yeats", el que nos muestra a un Mike Scott con licencia y valentía para hacer lo que le venga en gana, sin acomodarse, dejando su sello y su clase en cada uno de los proyectos en los que participa, apoyándose estrechamente en el violín de Wickham, tan distintivo del sonido de la banda como la voz de su líder y, una vez más, el único que repite en una formación siempre mutante desde que en 1982 cinco músicos con residencia en Londres grabaran un puñado de canciones en los estudios Redshop.
Forever Young Mike.

sábado, 29 de octubre de 2011

Turn Off Your Television

Turn off Your Television aparecieron un buen día, casi seguro que una buena noche, en el lateral de AGAINST THE CIERZO, un blog sin desperdicio en el que su autor es un tipo de fiar, de clásicos gustos pero siempre abierto a nuevas bandas o artistas.

Tras la escucha del video era obligada la visita de su Web donde, en apenas un párrafo, intentan describir su música:
“Turn off your television son un trio sueco con influencias de los 60s, 70s y los 90s. Inspirados en su gusto por bandas como Sparklehorse, Grand Archives, Luna y Belle & Sebastian, mucha gente describe su música como suave folk rock con simples y memorables ganchos”. [www.turnoffyourtelevision.se]

Una hoja de presentación así es suficiente para atraer mi atención, al menos comprobar si hay algo de cierto en ello. Por si fuera poco, la descarga de su debut, de título homónimo, es gratuita [turnoffyourtelevision.bandcamp.com].
Y lo que te encuentras tras descomprimir el archivo .zip es una maravilla que posiblemente pasará desapercibida para la gran mayoría. Todo lo prometido y mucho más: estribillos irresistibles; la épica country que nunca termina de estallar de Band of Horses; el folk rock delicado de los disidentes Grand Archives; el pop de los mejores Belle & Sebastian poniendo banda sonora a un western en “Never rusting a symphony”; las guitarras evocadoras de Luna y deudoras de The Velvet Underground; y, por supuesto, Sparklehorse, la voz de Mark Linkous es la que suena en tus entrañas cuando Jon Rinneby lo resucita en la interpretación de “Southern lights home, part.1” o “Keep it safe”, o cuando se retuerce en la ternura de “Crazy talking hearts of man”.
Pero les decía que aún iban más allá de las cuatro influencias señaladas en su breve descripción de sí mismos. El espíritu de las "Deserter’s songs" de Mercury Rev; la magia de Grandaddy, a quienes yo colocaría en el primer lugar de sus referentes; el gusto por el rock ralentizado (con Codeine al frente del movimiento) se hace patente en “My satellites”; y, aunque no lo quieran reconocer, aunque premeditadamente se hayan olvidado de los 80s, el bajo de “A different kind of joy” es el de Bernard Sumner marcando el paso de los New Order coetáneos de U2 en su etapa "The Unforgettable Fire" - "The Joshua Tree", una influencia evidente, aunque quizá sólo subjetiva, en el desenlace de temas como “Southern lights home, part.2”.
Lo más sorprendente es cómo pueden cambiar de registro, casi canción a canción, sin que el conjunto se resienta en absoluto, vistiendo el todo con arreglos acústicos, baterías respetuosas y armonías vocales, consiguiendo un sonido reconocible, una patente Turn Off Your Television. Desde “I just cleaned the floor”, que nos da la bienvenida con unas primeras notas escritas tras la escucha de "Bon Iver", hasta “Perfect excuse” que nos despide a la manera de "Good Morning Spider". La luz de los espacios abiertos, calidez, elegancia, buen gusto y grandes canciones.


The Avett Brothers, The Head & The Heart, The Rosebuds o The Hiders tienen mucho más cerca California, pero este otoño el sol también brilla en Suecia.

jueves, 13 de octubre de 2011

Laura Marling - A Creature I Don’t Know


El álbum empieza con una sorpresa, “The muse”, que me hace temer por la Laura que conocía, la joven poseída por el espíritu de Nick Drake y enamorada de la garra folkie de Marcus Mumford y sus sons. Me digo que el mundo no necesita otra Madeleine Peyroux y... me maldigo por precipitarme en mis juicios, “I was just a card” me muestra que estaba equivocado (una vez más), me confundía la madurez de quien en su tercer disco se acerca a Joni Mitchell y Rickie Lee Jones. Para cuando el reproductor señala el número 10 de “All my rage” mis temores han desaparecido y mis anhelos satisfechos: el mundo, al menos ese trocito que, además de oír, siente la música, tiene entre sus manos el mejor disco de Laura Marling.

Su "I Speak Because I Can" (motivo de comentario por estas tierras), pudiera haber sido ese álbum que muchos artistas entregan recién iniciada su carrera y que son incapaces de superar. En menos de un año, Laura Marling lo ha conseguido, no sólo con sus mejores canciones, sino también ampliando los colores de su paleta musical, sus influencias y su experiencia (¿se puede hablar de experiencia cuando se ha vivido veintiún años?), desde el jazz de “The muse” (me retracto de mis iniciales reticencias), hasta el furioso crescendo de “The beast” por el que PJ Harvey volvería a caer en los brazos de Steve Albini, la catarsis previa a tomar prestada la guitarra de Leonard Cohen y atreverse con “Night after night”, despojada de cualquier otro vestido para interpretar su particular versión de “Famous blue raincoat”. Como quien ve de nuevo una película con la esperanza, cada vez, de que cambie el final, siempre espero escuchar - “It’s four in the morning, the end of december... y mi sorpresa es que son las palabras de Laura las que llenan los versos musicados por el canadiense.


La criatura, cuyo título nos dice desconocida, tiene un pasado y dos hermanos mayores de los que no se olvida. Ethan Jones repite como productor, Nick Drake está vivo en “Don’t ask me why” y Marcus Mumford, aunque desaparecido de los créditos (y de su cama), sigue presente en los textos (no como autor, sino como motivo) y su influencia es evidente en el protagonismo del banjo, contrabajo, piano y cuerdas, elevando la tensión de las canciones como sólo su anterior banda de acompañamiento sabe hacer con el country y el folk. Una huella que nos muestra en “My Friends”, en “Sophia”, el single que nos hizo pensar en este disco como una continuación del anterior, o en “All my rage”, la despedida en la que cierro los ojos y me puedo imaginar a George Harrison coreando el mantra final; pero quizá sólo sean alucinaciones, las mismas que me hacen pensar en Patti Smith cada vez que el estribillo de “Salinas” pronuncia - “ask the angels” y me remite al título de la lejana canción que abriera "Radio Ethiopia".

A pesar de ser demasiado joven para reconocer a la bestia con quien yace esta noche, la vida ha dejado cicatrices a su paso, sus versos son maduros y las canciones su curación. Un álbum duro, y a la vez, hermoso y difícil de catalogar. Procede del folk, o eso nos hicieron creer, ahora se abre al country, al jazz y al rock. Colóquenla en el mismo cajón que los viejos discos de Jude Sill o los todavía poco gastados de Fiona Apple, mientras la industria sigue inventando Duffys y Adeles o buscando a la sucesora de Winehouse, Laura Marling ya ha colocado tres obras maestras en la calle.

domingo, 9 de octubre de 2011

Rickie Lee Jones. Nos debes una canción.

“...No hay forma de describirla, todo oscurece con Not Dark Yet, todo parece superficial, vacuo, como la risa histérica y molesta de un bebedor de cervezas hablador del Antzoki en un concierto de Rickie Lee Jones.” Rock&Rodri Land. Tiempo inmemorial - Bob Dylan

Estas palabras robadas de la Land, que por sí solas te deberían hacer comprar el "Time Out of Mind" de Bob Dylan sin haber escuchado una sola de sus notas, me trasladan al presente aquella puta risa histérica, el golpear del vidrio y las conversaciones ajenas de la barra del Antzokia. Buceando por la red descubrí un blog con la crónica de lo que vivimos juntos la noche anterior. Sin conocer a Joserra (a quien a la fuerza había tenido cerca entre los pocos asistentes), hice un comentario (parte del cual me plagio a mí mismo), para lo que me tuve que registrar en Blogger, y compartí con un par de amigos un e-mail gracias al cual puedo recordar algún detalle que tanto tiempo después sería difícil retomar. La música conecta las historias con una facilidad de la que estoy empezando a sospechar.

Tengo en mi poder dos entradas para el próximo 29 de noviembre con el nombre de Rickie Lee Jones impreso en el mismo asqueroso papel (cuya tinta se borra con el tiempo) donde el pasado 5 de Abril, también martes, ponía Marianne Faithfull.
Como con Elliott Murphy, también juego sobre seguro: hace casi dos años era uno de los pocos asistentes a una extraña pero emocionante actuación. Se lo he recomendado a un amigo, curiosamente el mismo que me acompañara cuando de nuestras entradas era protagonista la musa de los Stones, y creo que la mejor forma de terminar de convencerlo es contar lo ocurrido aquella primera vez.

Eran tiempos sin medida en los que la música era más que una pasión y vivirla en directo mi casi enfermiza evasión, casi siempre en soledad, casi siempre en primera fila, abstrayéndome del mundo a mis espaldas, al menos hasta que hora y media más tarde el suelo bajo mis pies me devolviera los pensamientos que torturaban mi conciencia, una conciencia cobarde que me impedía tomar una decisión, difícil pero necesaria, que todavía tardaría un año en hacerse realidad.
Tan sólo un mes antes había asistido al mejor concierto de mi vida y, sinceramente, creía que después de Leonard Cohen ya ningún artista subido a un escenario sería capaz de hacerme sentir ese escalofrío que sin contacto físico muy pocos consiguieron arrancarme. En el plazo de un mes fueron varios los conciertos que me dejaron indiferente, disfrutando de la música pero sin apenas lograr alterar mi ritmo cardiaco: Dave Kusworth, Elliott Murphy, Kings of Convenience, The Fleshtones... Sí, ya sé, parecen muchos, pero eran tiempos sin medida. La dosis de más de tres horas del canadiense, sin ser letal, me hizo sentir vacunado para la emoción.
El 18 de noviembre le tocaba el turno a Rickie Lee Jones.

Nunca he sido fan de Rickie, pero el fantástico "Balm in Gilead" recién publicado era una buena razón para verla en directo, además, sus dos primeros discos son una maravilla, de vez en cuando recurro a ellos y su escucha es siempre un placer. Sus cincuenta y seis años están marcados por los desengaños amorosos (Tom Waits incluido), adicción a las drogas y al alcohol, y tras una etapa no muy fructífera, pero sin dejar de componer alguna que otra joya en forma de canción, sus dos, no, sus tres últimos discos son otras tres maravillas, los frutos de una vida reconducida y un genio recuperado.

El 18 de noviembre de 2009 Rickie Lee Jones se adelantó a la ley anti-tabaco prohibiendo los humos en el Kafé Antzokia y, además, no sé si por capricho, cabreo o superstición, pero sin previo anuncio, nos privó del directo de Pájaro Sunrise. Al menos, la entrada, donde figuraban como grupo invitado, sirvió para que yo reparara en la existencia del proyecto de Yuri Mendez y en su fantástico doble álbum "Done / Undone". Por cierto, acaba de publicar nuevo disco: "Old Goodbyes". Nos debes una señora Jones, desde entonces, las fechas y los lugares han jugado conmigo impidiéndome ver a un grupo que ha tocado en Bilbao o en San Sebastián siempre cuando yo estaba fuera de la ciudad.


Acudí puntual a la cita, a nuestra dama había que verla de cerca, pero, al no haber teloneros, la espera de más de una hora, sin tener ganas ni motivo para hablar con nadie, se hizo un poco larga. Finalmente los tragos de cerveza mirando al vacío desde la primera fila tuvieron su recompensa.
Con sólo aparecer, saludar y sentarse al piano, tomabas conciencia de que íbamos a ser testigos de algo poco habitual. Vestida más bien como una hippie moderna, cada gesto denotaba clase, distinción, incluso divismo imposible de encontrar en las cantantes de hoy en día. Ya no quedan artistas así. Y la sala a medio llenar. ¿Decepción? Ella también recorre esas carreteras secundarias de las que hablaba refiriéndome a Elliott Murphy, ¿recuerdan?, conducen a las músicas que han de disfrutarse en las distancias cortas, se apartan de la multitud y de la vulgaridad.

Tras tres canciones de sus primeros trabajos cambió el piano por la acústica y, con ello, el ritmo del concierto, siempre íntimo pero cada vez más emocionante. Su voz tiene unos registros, sobre todo agudos, que conserva desde los años 70 casi intactos. Interpreta cada canción como si la expulsara de sus abismos personales, como si necesitara compartirla con todos nosotros y así, compartido, hacer el dolor más soportable. Yo la tenía a un metro, podía escuchar el contacto de sus dedos con las cuerdas de la guitarra, la podía escuchar cantar aunque no se acercase al micrófono, podía incluso escuchar los comentarios que entre dientes hacía a sus músicos: la guitarra eléctrica de Sal Bernardi y el contrabajo de Rob Wasserman (a quien conoce desde hace un millón de años y cuyo curriculum podéis consultar en la wikipedia), ambos IM-PRE-SIO-NAN-TES. A veces parecía un concierto de jazz (por el virtuosismo de sus acompañantes), a veces de rock (por la intensidad en la interpretación), a veces de folk (con ese toque de los 70 en California) y siempre te daba la sensación de estar presenciando algo inclasificable, único.
Se acordó de David Bowie y le sirvió de excusa para volver a cambiar el signo de la noche, tomó la guitarra eléctrica he hizo la mejor versión que haya escuchado jamás de “Rebel Rebel”. Sentir lo que cantas, ahí reside el secreto, pero el precio es alto para los tiempos que corren. Dio varias muestras de su genio a lo largo de la actuación y es muy escrupulosa con la gente que habla. Supongo que, igual que yo, no puede entender que nadie gaste su dinero para pasarse el concierto hablando junto a la barra del bar. Interpretando “Wild Girl”, el primer tema de su último álbum y segundo de los bises, paró la canción, mandó callar a los gilipollas de turno, ¡no se puede interrumpir la conversación de una madre con su hija!, y visiblemente enfadada comenzó de nuevo. En ese momento el guitarrista, que se encontraba en un lateral, comprendió que la cosa se acababa y se retiró definitivamente. La falta de respeto de cuatro estúpidos nos privaron al resto, creo que al menos de uno, quizá de dos temas más.

Cuando justo le robábamos dos minutos al día siguiente, la noche del Anzokia llegó a su final. Para recordarlo siempre, para contarlo en cuanto tenga ocasión. Una lección de clase.

El 29 de noviembre tenemos una cita. Nos debes una canción, al menos.


P.D. Así lo contó la Land, y así descubrí yo qué era esto de los blogs:
DEUDAS SALDADAS - RICKIE LEE JONES EN EL ANTZOKI 18 DE NOVIEMBRE 2009.

jueves, 6 de octubre de 2011

Elliott Murphy
Conduciendo por las carreteras secundarias del rock

Son más de las dos de la madrugada, suena una canción, la radio habla de un artista que me engaño creyendo conocer; en esa duermevela que confunde sueños con realidad no soy muy consciente de estar despierto, lo suficiente para recriminarme por qué no tuve antes la suficiente curiosidad por acercarme y saber quien había detrás de ese nombre mil veces oído.

Nací recién comenzada la década de los setenta y nadie me enseñó el camino, tropecé mil veces con las piedras del arcén, equivoqué la dirección otras mil y malgaste tiempo y combustible en rutas alternativas que no me llevaron a ninguna parte. Ni mis padres eran unos hippies aburguesados con una nostálgica colección de discos ni mis hermanos mayores tuvieron nunca el más mínimo interés por la música. Los chavales del barrio, donde no residían arquitectos, jueces o ingenieros precisamente, tomaron el atajo del heavy y el rock duro de entonces, yo no era muy diferente a ellos, pero eran otras las músicas que llamaban mi atención. Así fue como, sin guía ni compañeros de inquietudes, comencé a recorrer un mundo donde internet era sólo un sueño, descubrí tarde a Dylan, a Young, a Cohen, a Waits, a Bowie... y, esa noche, casi por casualidad, a Elliott James Murphy. Luego te encuentras con discografías enormes, artistas que llevan más de treinta o cuarenta años componiendo y publicando canciones, y robas a tus noches todo el sueño que la salud te permite en el vano intento de alargar los días que siempre son de veinticuatro horas.

Cuando recuperé la conciencia, una nota en la mesilla prometía que la próxima vez que pisara una tienda de discos me compraría "Selling The Gold" (estamos en 1995 y acaba de salir a la venta), lo había apuntado, de no ser así al día siguiente no hubiera tenido muy claro ni el nombre del álbum ni de su autor. Sin embargo, las cosas casi nunca suceden como las planeamos, el destino gira a su antojo, y... Un fin de semana en Bilbao y la recomendación del dependiente me llevaron a adquirir "12", supongo que porque era el único disco de Elliott Murphy que había en la tienda, ─ "un clásico de un clásico", creo recordar que fueron sus palabras, ─ "...de lo mejor de sus últimos años... y tiene veintiuna canciones, como si fuera un doble..." . La portada (la preciosidad con la que encabezo esta pequeña historia) y su precio me terminaron de convencer. ¡Y vaya si me alegro de que así fuera!, "12" no tenía la canción que sonó aquella noche en la radio, pero ahí estaban, ahí estarán para siempre: “Destiny”, “Greetings from Sydney”, “Something like Steve McQueen”, “Let it Rain”... y, sin pulir, en bruto, un diamante titulado “On Elvis Presley’s Birthday”. Lo siento por “Famous blue raincoat”, “Dancing barefoot”, “Dear Prudence”, “Simple twist of fate”, “Red army blues” o “Five years”, lo siento, desde hace quince años “On Elvis Presley’s birthday” es MI CANCIÓN, me emociona siempre que la escucho, me arranca un escalofrío cada vez que la vivo en directo, y van...


Algún tiempo después (no era consciente de ello, pero habían pasado cuatro años y un disco, "Beauregard", que descubriría más tarde), la misma emisora de radio anunciaba la publicación de "April, a Live Album" ─“… la nueva entrega discográfica del último trovador del rock…”, el fruto de una gira acústica (y del destino: “best not to plan a live album, just let it happen…”), que mostraba como esas mismas composiciones, grabadas casi desnudas en el estudio, crecían en directo con el único apoyo de la guitarra de un por entonces desconocido Olivier Durand, el mismo que camina junto al maestro, guitarra en mano, por las calles enrejadas de la ciudad del próximo concierto.
Gracias a la magia de "April" retrocedo en busca de unas canciones que suenan a clásicos olvidados (“diamantes en el corral”), sus discos se abren paso en mi colección y comienzan a ocupar un espacio que parecían tener reservado entre Bob Dylan y Lou Reed. Nunca gozará de la popularidad de aquellos compañeros de generación que hace mucho dejaron de tener problemas con las facturas. Él lo tuvo entre sus manos pero le dio la espalda al éxito (me gusta pensar que fue una elección personal) para caminar de la mano de los malditos, de los condenados al reconocimiento crítico al margen de la multitud, de los que, además, te gusta presumir porque te hacen sentir diferente, sus canciones también a ti te llevan por otros caminos a los transitados por el resto, los que recorres junto a Joe Henry, Dayna Kurtz, Chuck Prophet, Willie Nile, Kelley Stoltz,… carreteras secundarias, desconocidas u olvidadas, Nikki Sudden, Johnny Thunders o Elliott Smith podrían guiarnos por ellas.

Elliott Murphy & Olivier Durand - Santander, 14 de octubre de 2005
Hacia frío y llovía, aunque tímidamente, las nubes no daban tregua. Santander tiene una luz especial en los días grises, o quizá era yo el que miraba con diferentes ojos a una ciudad cuyos cielos son siempre del color del mar que la rodea, quizá solo fuere que en las horas previas a ver al más romántico de los poetas de Nueva York todo se percibe distinto. Nos presentamos con bastante antelación ante la sala Rocambole aún con las puertas cerradas, éramos tres y sólo una entrada en nuestro poder, la mía, así que el temor a que se agotaran las localidades posibilitó que cogiéramos un buen sitio en la primera fila. La madera predomina en la decoración, el lugar, con capacidad para unas doscientas personas es perfecto para un concierto acústico, aunque creo que entonces éramos unos pocos más los testigos de la primera visita del rockero a la ciudad. A nuestra derecha estaban los “Rainy Season fans”, caras que me resultaban familiares de la actuación, todavía reciente en mi memoria, dos años antes en el Teatro Principal de San Sebastián. La noche que escuché por primera vez “Blind Willie McTell”, sin saber que Bob Dylan era su autor, se multiplicaron por cien las sensaciones que me producían sus discos por lo que no dudé en recomendárselo a la pareja con quienes compartía cerveza y conversación hasta que, sonando “Theme from a Summer place”, se apagaran las luces. Carmen y Javi nunca habían oído ni leído de Elliott Murphy más allá del posible anuncio en el periódico del día, intenté explicarles quién era, sus influencias literarias y sus semejantes musicales, se fiaron de mí, y… no me volvieron a acompañar a un concierto hasta que John Tirado y el Café de las Artes nos reunieran de nuevo.
Desde entonces, juego sobre seguro, recomendar a este veterano, cuyo nombre le suena a casi todo el mundo pero cuya música no conoce casi nadie, siempre me ha dejado en buen lugar, y van… perdí la cuenta la séptima, quizás la octava vez. Lo he visto con banda y como dúo, en teatros, al aire libre, en casas de cultura y en salas como Dios manda; cada vez es diferente porque siempre tiene nuevas canciones y siempre recupera viejas conocidas evitando repetir setlist, pero nunca una noche fue tan especial como la vivida aquel otoño recién comenzado. Ahora... para ser realmente sincero, debería añadir que las dos últimas (con la banda al completo), por momentos, tuve la impresión de no estar viendo al verdadero Murphy, pero esa es otra historia y... la de un viernes de octubre de hace casi seis años es la que les quiero contar.

La lluvia, que parece perseguir a nuestro protagonista (les aseguro que la mayoría de las veces que lo vi, muchas de las cuales fueron en verano, llovía intensamente), es posible que condicionara la elección de “Irish Eyes” para abrir el show (...stormy rain on the West coast of Spain... recita en su primer verso), a partir de ahí, no merece la pena malgastar adjetivos en intentar describir lo sucedido, viajamos desde 1973 hasta esa misma mañana, versiones y canciones propias, rotura de cuerdas arregladas in situ, tres bises... quien haya visto a Elliott & Olivier sobre un escenario ya sabe de lo que hablo. Para quien no haya tenido la suerte, un bootleg refresca mis recuerdos cada vez que quiero revivir el 14 de octubre (Elliott nunca ha puesto impedimento a que sus conciertos sean grabados, es el dueño de sus canciones y, siempre que no haya ánimo de lucro, el intercambio entre fans de sus directos es algo que apoya y facilita).

En la primera parte son mayoría los temas del disco que acababa de salir al mercado, "Murphy Gets Muddy", su particular homenaje al blues, destacando la versión del clásico de BB King “The Thrill is gone” en el que Olivier Durand (algún día seremos conscientes de la suerte que tenemos de poder disfrutar del virtuosismo y la pasión del francés) parece poseído por el espíritu de Jimi Hendrix y tan pasado de revoluciones como Pete Townshend; pero son siempre las viejas canciones, aunque desconocidas para muchos de los presentes, las que ganan la partida y los aplausos más entusiastas, y sobre todas ellas, al menos para quien esto escribe, “On Elvis Presley’s Birthday”, narrada y vivida en primera persona, una historia en la que su padre sigue presente y que cantada doscientas veces al año le sigue emocionando al interpretarla. Verlo cantar, cerrando los ojos, sintiendo cada verso, a punto de desmoronarse cada vez que, tras un silencio, largo silencio, pronuncia el verso “My dead father...” , justifica cada entrada que he pagado y cada kilómetro recorrido.
Otro diamante, el motivo de que denomine así a sus grandes canciones, “Diamonds by The Yard”, es con el que siempre cierra el primer acto de sus conciertos. Los aplausos no cejan hasta que vuelven al escenario para el estreno mundial de “Home Again”: “I was so excited about coming to Santander today. I was driving in the car (....) I had some real strong Spanish coffee (...) So I wrote this song this morning and I gonna try to sing it now. I hope I don’t fuck it up (...) For some reason you know I never felt at home where I come from. I come to a place I’ve never been before, I’ve never played before... for me it really feels like home, here tonight” . Dos rainy season fans le sostienen un par de folios con unas notas escritas de su puño y letra necesarias para interpretar una canción con apenas unas horas de vida. Tenía miedo de joderla... Meses más tarde publicaría un álbum de título "Going Home Again".
“Last of the rock stars” es reconocida por muchos de los “novatos” entre la audiencia, en cierto modo, es la canción que allá por el lejano 1973 le diera el éxito efímero y la fama que le abandonara cuando las compañías discográficas dejaran de invertir su dinero en un escritor con grandes críticas y ridículos beneficios. El setlist ya no tiene razón de ser, “Sicily” no estaba en el guión y se equivoca al cantar la primera estrofa, improvisa “Can’t help falling in love” a capela y, antes de una nueva despedida, nos regala “Caught short in the long run”, con sus primeros versos recitados fuera del micro, en la versión más emocionante que haya escuchado de una canción que ya lo es de por sí.


Hace casi dos horas que comenzamos y no sabemos si esto se ha acabado o no, en realidad, todos los presentes tenemos la certeza, más bien el deseo, de que la retirada no sea definitiva. La excitación es compartida entre un público que no parece tener suficiente y dos músicos que se lo están pasando mejor que nosotros. Y los deseos a veces se convierten en realidad: “Drive all night”, “Sympathy for the devil” y “Rock Ballad”, pedida incesantemente por uno de los asistentes, son la terna del segundo bis. El final perfecto, ¿el final?, “Ground Zero” es cantada a medias por Elliott y Olivier y con “Hollywood” somos todos los que unimos nuestras voces. Dos horas y cuarenta minutos después se encendían las luces de la sala, por los altavoces sonaba “Hurricane” de Dylan, Carmen sacó otra ronda de cervezas, apenas hablamos, bebimos y nos miramos, sobraban los comentarios y no encontraríamos los adjetivos. Ni Carmen ni Javi me acompañaron a un concierto hasta cinco años después.
Completar y descubrir toda su discografía ha sido una misión difícil de llevar a cabo y, siempre, un placer. Lo conocí a través de sus álbumes de los 90, los de los 80 fueron los más complicados de conseguir, los de los 70: cuatro obras maestras que te hacen preguntarle al viento por qué "Aquashow", "Lost generation", "Night lights" o "Just a Story from America", discos que deberían ser míticos, no figuran en las listas que periódicamente nos quieren enseñar cuales fueron los mejores de la historia del rock. Compañeros de viaje y generación como Tom Petty y, por supuesto, Bruce Springsteen hace tiempo que abandonaron las carreteras secundarias, John Mellencamp, Willy Deville, John Hiatt... todos tuvieron mejor suerte. Elliott Murphy se exilió voluntariamente en una Europa que le demostró cariño y admiración. Vive en Paris y su particular “neverending tour” pasa todos los años por Alemania, Italia y España; afirma que su verdadera religión es la literatura pero el rock‘n’roll su adicción; le gusta compararse con un buen pintor (“I wish I was Picasso”) y, como tal, cree que un escritor de canciones no tiene por qué haber dado lo mejor de sí al principio de su carrera (el eterno axioma del rock). Gracias a su particular manera de ver las cosas, haber casi vivido el éxito y ver como se aparta de ti, la falta de ambición (entendida como poder pasear tranquilamente por las calles de cualquier ciudad), y un exceso de talento que nunca ha querido fuera pasto de las masas, han posibilitado que su imagen de bohemio, poeta e intelectual tenga verdadero sentido y, a la vez, que el placer de verlo en una pequeña sala nos esté reservado a unos pocos elegidos para quienes se muestra siempre accesible, amable y educado.


This is an unreal city
you can be anybody you want to be
...when you are alone

P.D. Tenía guardada esta historia desde hace casi seis años. Primero porque no había blog y luego porque no encontraba el momento se ha ido retrasando y retrasando, y después de más de cien entradas, artículos, reflexiones o simples borradores, cómo lo quieran llamar, el monográfico de la Land me sirve de excusa, el que se acerque el sexto aniversario de cierta noche, de coartada, y volver a escuchar sus discos me recuerda que si sólo pudiera quedarme con cinco artistas antes de naufragar, mi salvavidas arrastraría consigo a Leonard Cohen, The Waterboys, Patti Smith, Love y, sin duda, a Elliott James Murphy.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Miles Kane - Colour of the trap

En esta puñetera, y maravillosa, vida todo está conectado. He tenido esa sensación un millón de veces, aunque con el pretexto de la música, con la jodida costumbre de ponerle banda sonora a cada uno de mis recuerdos, las conexiones son mucho más fáciles de encontrar.

El pasado domingo volví a Burgos invitado por un amigo y su encantadora mujer, a la que me gustaría también considerar como tal, para reencontrarme con una catedral mucho más limpia de lo que me habían contado y unas calles que pisé por última vez hace casi veinte años por obligación, la del servicio militar. Inevitablemente, pasar nueve meses en cualquier lugar deja consigo recuerdos, amigos olvidados, algún que otro hijo de puta más difícil de borrar de la memoria y, por supuesto, canciones que sonaron entonces y discos que sonarán siempre.
Mi amigo, de éste no me olvidaré nunca, nos hizo una indicación de dónde estaban las Llanas. Mi respuesta: ― “ahí descubrí a T-Rex” . Podría contar la historia pero sonaría a batallita de la mili. La Plaza Mayor también ha cambiado, en sus soportales imagino aún abierta la tienda donde compré el "Laid" de James, tropiezo, despierto, y me doy cuenta de que ya no está, a pesar del traspié, no pierdo el equilibrio, ahora camino de la mano con quien no puedo dejar de mirar a los ojos y repetirle el estribillo de “Sometimes”.

...sometimes, when I look deep in your eyes I swear I can see your soul...

El resto se lo pueden imaginar, hoy no les voy a contar mi vida. Es sólo que desde aquella cerveza, vete tú a saber en qué pub y si todavía existe, antes que con el Cid, por sorprendente que les pueda parecer, siempre asociaré Burgos con Marc Bolan, y a T-Rex con esa majestuosa joya del barroco que me saludaba justo después de haber conocido, tarde como siempre, a los reyes del glam.
Así es que, a nuestro regreso de tierras castellanas yo tenía un monazo terrible, pero encontrar "The Slider" o "Electric Warrior" (el disco que sonara aquella noche) dentro de las cajas que hasta establecerme definitivamente guardan mis tesoros fue tarea casi imposible. Desistí.
No me gusta escuchar música a través de internet, me gusta descubrir música a través de internet. Ahí es dónde encuentro la conexión. Un paseo y me cruzo con T-Rex, por curiosidad, por casualidad. Se ha cortado el pelo y cambiado las lentejuelas por traje negro, su nombre verdadero es Miles Kane, tiene sólo un álbum recién publicado pero no es un recién llegado, en su bagaje musical figuran The Rascals y de inmediato reconozco la voz de uno de los discos más frescos de hace dos o tres años, escondida entonces tras el nombre de The Last Shadow Puppets y la complicidad de un amigo y compañero de generación: Alex Turner.
Les decía que andaba buscando a T-Rex y...


No hace mucho hablába de tres clásicos, no por edad, sino por “clase” y tradición. "Colour of The Trap", al que resulta inevitable añadir el adjetivo elegante, podría haber sido el cuarto de la lista, esta vez, un clásico del POP, del inglés de toda la vida y del de ahora, ese cuya cadena de ADN está formada por eslabones de The Kinks, The Beatles, The Zombies, The Who, Small Faces, David Bowie, The Jam..., sufrido mil mutaciones y utilizado (con el eufemismo de brit-pop) como respuesta en los noventa al grunge emergente en los U.S.A.
Pero yo andaba buscando a Marc Bolan y lo encontré (“Come closer”, “My fantasy” o la titular “Colour of the trap”), andaba por las Llanas tomando copas con John Lennon (supongo que “Better left invisible” reconocerá en los créditos su “Cold Turkey”), Paul Weller (“Inhaler”) y The Walker Brothers (“Take the night from me”), bebiendo litros de beat, psicodelia, garage y rock’n’roll... e influencias mucho más cercanas como Ocean Colour Scene, The Coral o los Arctic Monkeys (¿será que ya son clásicos?) y, por supuesto, con el sabor todavía presente de su anterior trabajo, mano a mano con el líder de la citada banda, el extraordinario "The Edge of The Understatement". Hay amigos que no se olvidan y Alex Turner sigue participando en la composición de la mitad de las canciones de este nada original, clásico y sorprendente debut.


Está todo tan conectado que la misma persona a la que miro profundamente a los ojos es la que ha puesto patas arriba mi vida.
Magic from your fingers tingles down my spine
Colour in-between the lines
Let it out, let it out, let it all out
Let it out, let it out, let it all out
You rearrange my mind
You rearrange my mind

Pero... les decía que yo andaba buscando a T-Rex.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Bon Iver - Bon Iver

No me atrevería a escribir sobre Bon Iver a no ser porque hace un par de días fuera el motivo principal de un e-mail que releí antes de enviar. Así empezó toda esta historia de crónicas y críticas, reseñas y trozos de vida ligada a la música. Entonces, cierta persona me animó a publicar lo que en su correo electrónico leía y veía lleno de pasión, las mismas palabras que otra me recriminó que enseñara en público pues las interpretaba, en su final, como mi descripción de la soledad. Ni siquiera yo me di cuenta, era mi forma de decir que me sentía solo, muy solo.
Hablar del nuevo trabajo de Justin Vernon me resulta doblemente de difícil, por el pudor de compartir parte de una vida a la que ha puesto banda sonora y por lo osado de pretender describir tan sólo con palabras la belleza que guardan sus surcos. No sé por qué lo hago.

Confieso que me costó, y mucho, entrar en el mundo de Bon Iver, ni su ya lejano precedente ni el que hoy nos ocupa son discos fáciles, ganan con las escuchas y con el tiempo. Hay que darles ese tiempo para oxigenarse, para expandirse, como el buen vino que necesita respirar, de lo contrario su sabor puede pasar por amargo en lugar de intenso, sonar depresivo y claustrofóbico en lugar de profundo, lo que en la superficie creeríamos incluso pretencioso se nos muestra arrebatador en el interior.

No es la primera vez que un segundo disco me hace retroceder y descubrir las virtudes que se me escondían en el debut. Son muy diferentes en la superficie, en la gestación y en la producción, pero tan parecidos... Vuelve a sonar en mi reproductor aquel artista que hace casi cuatro años me sorprendiera caminando sin compañía ni rumbo, al que, inconscientemente, rechazara harto de seguir intentando curar con sal una herida que me desangraba. Recorro los mismos lugares, como entonces, nadie camina a mi lado, pero sí en la misma dirección, con "Bon Iver" ya no me siento solo. El espacio que nos separa se sabe derrotado por el destino que unió nuestros caminos. Once canciones me han acompañado en estos días de transición, de viajes, de idas y venidas, de recuerdos y de ilusión por un futuro que ya no me parece imposible. Los fantasmas de Emma han desaparecido y los míos también.


Cada vez que un artista titula un álbum con su propio nombre, o lo deja sin título (según como se quiera interpretar), nos hacemos la misma pregunta: ¿Se trata del principio o del fin de una etapa? A Justin Vernon no le ha dado tiempo a cerrar ningún ciclo, apenas dos discos publicados y, sin embargo, parece que su intención sea la de un nuevo comienzo. Interpreto que su "For Emma Forever Ago" fue el disco que necesitaba hacer en un momento concreto, su terapia particular para expulsar los demonios internos, de forma cruda, desde la soledad y la austeridad, pero con "Bon Iver" la criatura que correteaba desnuda por la playa se ha vuelto pudorosa, se viste y se gusta, se cubre con capas y cuida los detalles, se maquilla y se gusta. Imita a sus mayores y por eso se mira en el espejo de la música con la que creció. John Martyn y Nick Drake, inevitables, y en este caso acertadas, referencias cuando un escritor de canciones emprende su aventura en solitario, coquetean con los efectos del estudio de grabación, las producciones minuciosas de tiempos pretéritos, los sintetizadores y las guitarras eléctricas. Mientras escribo, en mi cabeza quieren abrirse paso aquellas bandas de finales de los ochenta apadrinadas por el sello 4AD de This Mortal Coil, nada más lejos de la realidad, "Bon Iver" es mucho más profundo y más real. Un disco de canciones y de ciudades. De canciones con nombres de ciudades cuyo significado, con letras abiertas a cualquier interpretación, sólo el propio Vernon conoce y que ya en la inicial “Perth” nos deja claro que se trata de lugares imaginarios (“...this is not a place”), donde un redoble marcial sirve de introducción al motivo del mejor disco del presente año (“...still alive for you, LOVE), una batería que nos empuja y nos fusila, ¿o somos nosotros los que disparamos? Su manera de describir y nominar sensaciones, sentimientos, recuerdos personales. La resistencia: “Minnesota VVI” (“...never gonna break”), la esperanza: “Holocene”, la victoria: “Towers”, el destino: la belleza minimalista y delicada de “Calgary”, y al final, la confianza: “Beth/ Rest”.


Pertenece a esa categoría de discos que trascienden más allá de sus contemporáneos porque siempre será y sonará actual, puede codearse con el “OK Computer” de Radiohead o las “Deserter’s songs” de Mercury Rev, o quedarse escondido entre los brazos de la crítica y el buen gusto de unos pocos paladares exquisitos junto a The Blue Nile y su “Hats” o The Triffids, los malditos entre los malditos, la banda de David McComb recorrió el mismo camino que Justin Vernon pero en sentido contrario: primero grabaron el emocionante “Born Sandy Devotional” y después se desnudaron en un esquiladero de ovejas con “In The Pines”. Tampoco importa mucho si dentro de diez o veinte años nadie se acuerda de Bon Iver, el destino quiso que se cruzara en mi camino (ahora me gusta decir nuestro camino y me gusta hablar del destino desde que la letra de “Simple twist of fate” de Dylan se hizo realidad), con The National, Band of Horses o Ray Lamontagne, rivalizando en el tiempo con “Kaputt”, del genio de Destroyer, con Brazzaville y Vetiver, para que se mezclen en mi memoria con instantes irrepetibles y determinantes para el resto de mi vida.
La sal deja un rastro blanco sobre mi piel, esta vez es el agua del mar. La criatura que correteaba desnuda... se siente querida y segura.
I ainʼt living in the dark no more
it's not a promise, Iʼm just gonna call it
heavy mitted love
our love is a star
sure some hazardry
for the light before and after most indefinitely
danger has been stole away


Dos crónicas de quienes saben y escriben mucho más y mejor:
Marcando la diferencia: Bon Iver - Bon Iver Rock & Rodri land (Joserra Rodrigo)
Bon Iver Música en la mochila (David S. Mordoh)